Experiencias en la agroecología: La tierra nos estaba esperando.

Sep 12, 2022 | Selección 10mil

Agustino Fabrizzi

Durante el año 2018 me encontraba en la localidad de Zavalla, provincia de Santa Fé, ante una difícil decisión. Abandoné la carrera de Licenciatura en Recursos Naturales para continuar con la formación propia en los estudios y prácticas de la Agricultura sin veneno, como solíamos decirle.


Habíamos fundado desde el 2015 una agrupación llamada Activando, estábamos a cargo de un terreno pequeño de la Facultad de Ciencias Agrarias UNR donde comenzamos a estudiar y practicar la horticultura orgánica y donde realizábamos ferias de venta de los productos cosechados. Organizamos muchos encuentros, talleres, sesiones de estudio y hasta una pequeña casilla bioconstruída. Un buen día comenzamos a sentir que si queríamos avanzar en todas estas prácticas necesitaríamos más terreno y por una extraña razón, ese terreno llegó más temprano que tarde.

 

Un bello y arduo comienzo

Un gran señor, Daniel, llegó hasta nosotros con la idea de que trabajásemos y
viviéramos en su campo, un lote llano de 1,75 hectáreas ubicado a 1 km del
pueblo de Zavalla, separado por una calle de uno de los lotes más fumigados
de la facultad. Daniel nos había brindado su terreno a comodato por 10 años,
éste anteriormente había sido alquilado por 15 años bajo un monocultivo de
soja y barbechos químicos. A nosotros nos llegó con la última fumigada que
recibiría ese suelo, puesto que creíamos que había que suspender el uso de
venenos de una vez por todas, sin eternas transiciones; donde el rastrojo seco
y afilado de la soja nos cortaba los tobillos, la poca materia orgánica
momificada por acción de los venenos se depositaba completamente gris, el suelo totalmente compactado, color rojizo sin vida aparente. El clásico
escenario que deja a su paso el modelo de agroindustria dependiente de
química de síntesis y mecanización pesada.

La motivación por transformar y regenerar ese suelo era tal que no nos importó
nada, y comenzamos a trabajar. Como no teníamos acceso al agua en ese
momento, y era Octubre, decidimos sembrar cultivos que necesiten poca agua.
Comenzamos con las cuadrillas de siembra a mano de maíces, calabazas,
zapallos y melones. Preparamos grandes cantidades de abono bocashi para
nutrir cada planta, así como también implementamos biofertilizantes líquidos a
base de bosta de vaca y cultivo de microorganismos del Parque Villarino.

Luego de abundantes lluvias, con granizo de por medio comenzó a suceder lo
que hacía mucho no sucedía en ese terreno. Las plantas espontáneas
“buenazas” comenzaron a crecer. Al principio dejamos que se expresen,
íbamos quitándolas de entre los cultivos sin cortarlas completamente, para así
permitir que sus raíces exploren nuevamente ese suelo degradado, que con
sus exudados aportarían silenciosamente cientos de kg de materia orgánica en
el proceso.

Llegó la época de cosecha y rebosábamos felicidad. Fueron muchas jornadas
cosechando choclos apestados de gusano cogollero, evidenciado la
desarmonía nutricional que presentaba el suelo, aunque por alguna razón las
calabazas, zapallos y melones se dieron perfecto. Sólo disponíamos de una
bicicleta y un carrito para transportar la cosecha, el cual se vivía desajustando y
rompiendo, y aun así le calculamos que transportó unos 300 kg de
Cucurbitáceas. Una aventura que recién comenzaría.

Alimentando un sueño

Finalizando la primera temporada de verano recibimos un molino para extraer
agua y comenzamos con la huerta para autoconsumo y venta. Finalmente
podríamos disponer de agua para beber y para riego, pues traíamos tachos de
200 litros con agua para regar esos primeros cultivos cuando eran muy
pequeños.

Al momento de iniciar los trabajos del armado de las camas de cultivo nos
percatamos de algo asombroso, el suelo volvió a ser negro, a tener aroma y a
caminar la vida sobre él. Las lombrices aparecían con cada palada, arañas,
aves, liebres, zorro, gato montés, polinizadores revolotearon las flores de la
resiliencia que estábamos construyendo.

Toneladas de bocashi volteadas con nuestras manos fueron esparcidas por
ese terreno, litros de biofertilizantes fueron pulverizados junto con preparados
biodinámicos y poco a poco la huerta comenzó a ser productiva. Organizamos
una feria semanal en la plaza del pueblo, y también seguimos vendiendo en la
facultad. Rompiendo el “silencio” y el “orden” con nuestro rastrojero del 64
cargado de verduras y sonrisas.

La expresión de la remineralización de la tierra estaba reflejándose en la
calidad de las hortalizas que producimos, en relativamente poco tiempo, un par
de años separaron la muerte de la vida. La agroecología estaba expandiéndose
más y más, y no sabíamos lo que nos depararía en este camino. Recibimos
mucha ayuda de parte de la familia, amigos, campesinos vecinos. La vida en el
campo era real y producir sin venenos, más que evidente.

En agradecimiento a mi familia y compañeros con los que hemos
transitado el camino de la agricultura.

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